No podemos abordar el lenguaje sin contemplar la(s) cultura(s) en las que se encuentra inmerso. Cuando se adopta una lengua extranjera, la cultura propia y la de un/unos otro/s interactúan y se retroalimentan dando lugar a una nueva versión de la identidad del hablante bilingüe o políglota: con más capas, complejidades, y dimensiones. Si tomamos en cuenta que la cultura es una amalgama de variables (la cultura también es ideología, raza, generación, clase social, género, etc.) podemos apreciar cómo las posibilidades de configuraciones culturales crecen exponencialmente. Ese trasfondo tan complejo que se encarna en el recorte que cada quien hace del uso del lenguaje (como explicaba Saussure) toma aún más relevancia cuando miramos por fuera de el sistema lingüístico propio y nos encontramos con alguien igual de complejo y profundo que nosotros, con las mismas dudas, problemáticas, y pasiones.
Un claro ejemplo de esto (y para salirnos del inglés), son las lenguas que reconocen un tercer género en su gramática: el género neutro. Claramente ese tipo de organización refleja una cosmovisión diferente. ¡Ojo! Eso no quita que muchos hablantes de esas mismas lenguas tengan miradas binarias del mundo. A lo que voy con este ejemplo recortado es que cuando un hablante no nativo se encuentra con una gramática 3G (con 3 géneros) se ve forzado a repensar su sistema de género gramatical y cómo tiñe su entendimiento de lo (no) binario. Esto no quiere decir que la lucha por el reconocimiento de las disidencias sexuales no haya tenido que existir en muchísimas sociedades, más allá de la lengua que usen (de doble o triple género). Pero el hecho de encontrarse con lenguas que poseen pronombres para nombrar aquello que, desde un sistema lingüístico (y científico) cerrado, se catalogaba como “no natural” o “inexistente” demuestra la importancia de dos hechos del lenguaje: lo que no se nombra, se invisibiliza; y el “jugar de visitante” en un sistema lingüístico que no es el propio hace que aguantemos nuestro impulso de juzgar y dictaminar sentencias, por ejemplo, de género. Eso no garantiza pero sí facilita la apertura mental para entender que existen otras formas de ver y organizar el mundo que nos rodea y las sociedades donde vivimos.
Lo mismo pasa con los colores, con los números, con la ropa, con la comida, con todo lo que nos hace seres sociales inmersos en culturas diferentes. Otro ejemplo: los inuits (poblaciones que residen en Alaska) tienen más de una palabra para denominar el color blanco. Un poco de sentido tiene ya que al estar rodeados de hielo es necesario para entender su entorno. Mediante nuestra lengua materna abordamos, entendemos, e intervenimos el mundo como lo conocemos. Pero nadar en esa sola pileta conlleva sus limitaciones. Es cuando nos abrimos a conocer un sistema lingüístico (y de pensamiento, según Chomsky) diferente al nuestro que no sólo lidiamos con conjugaciones verbales más o menos confusas sino también con configuraciones mentales, sociales, y culturales muy diferentes a las nuestras. Por ejemplo, los conceptos de “querer” y “amar” en Inglés (“I love you”) incomodan a más de uno cuando no somos tan fanáticos del apego y el romanticismo.
El conocer otras culturas mediante sus lenguas nos enriquece siempre y cuando entendamos el lenguaje como un puente de doble vía y no como una topadora que derriba todo lo que existe de un lado. Las lenguas extranjeras nos permiten definirnos en contraste con otras culturas, pero también nos enseña que, justamente, hay otras formas de ver el mundo. Hay que derribar la concepción de que aprender una lengua es renunciar a la propia cultura. Y reivindicar nuestra cultura no es rehusarse a aprender otras lenguas, por más coloniales que sean. La clave está en resignificar lo que el inglés le hizo a muchas culturas y revertir ese daño desde la memoria constante y la celebración de nuestro patrimonio cultural. Celebremos la diversidad sin olvidar de dónde venimos y que no somos los únicos en este mundo.